EDAD MEDIA Y RENACIMIENTO

Nadie discute en nuestros días el alto valor de las obras medievales. Mas, ¿quién podrá razonar jamás el extraño desprecio de que fueron víctimas hasta el siglo XIX? ¿Quién nos aclarara por qué, desde el Renacimiento, la élite de los artistas, de los sabios y de los pensadores consideraba de buen tono afectar la más completa indiferencia hacia  las creaciones audaces de una época incomprendida, original entre todas y tan magníficamente expresiva del genio francés? ¿Cuál fue, cuál pudo ser la causa profunda del trastorno de la opinión y, luego, del apartamiento y de la exclusión que pesaron por tanto tiempo sobre el arte gótico? ¿Debemos culpar a la ignorancia, el capricho y la perversión del gusto? No lo sabemos.

Un escritor francés, Charles de Rémusat, cree descubrir la razón primera de este injusto desdén en la ausencia de literatura, lo que no deja de sorprender. «El Renacimiento -nos asegura- ha despreciado la Edad Media porque la verdadera literatura francesa, la que ha seguido, ha borrado las últimas huellas. Y, sin embargo, la Francia de la Edad Media ofrece un sorprendente espectáculo. Su genio era elevado y severo. Gustaba de las graves meditaciones y de las investigaciones profundas, y exponía, en un lenguaje sin gracia y sin brillantez, verdades sublimes y sutiles hipótesis. Ha producido una literatura singularmente filosófica. Sin duda, aquella literatura ha ejercitado más al espíritu humano de lo que lo ha servido. En vano hombres de primer orden lo han ilustrado sucesivamente, pues para las generaciones modernas sus obras no cuentan. Y es que tenían ingenio e ideas, mas no el talento de bien decir en una lengua que no fuera prestada.

Escoto Erígena recuerda en ciertos momentos a Platón. Apenas se ha llevado más lejos que él la libertad filosófica, y se eleva audazmente en esa región de las nubes en la que la verdad sólo brilla en relámpagos. Pensaba por su cuenta en el siglo IX. San Anselmo es un metafísico original cuyo idealismo sabio regenera las creencias vulgares, y ha concebido y realizado el audaz pensamiento de alcanzar directamente la noción de la divinidad. Es el teólogo de la razón pura. San Bernardo tan pronto es brïllante e ingenioso como grave y patético. Místico como Fénelon, recuerda a un Bossuet actuante y popular que domina en el siglo por la palabra y manda a los reyes en lugar de alabarlos y servirlos.

Su triste rival, su noble víctima, Abelardo, ha llevado en la exposición de la ciencia dialéctica un rigor desconocido y una lucidez relativa que atestiguan un espíritu nervioso y flexible, hecho para comprenderlo todo y explicarlo todo. Es un gran propagador de ideas.

Eloísa ha forzado una lengua seca y pedante a reflejar las delicadezas de una inteligencia de élite, los dolores del alma más orgullosa y tierna y los transportes de una pasión desesperada.

Juan de Salisbury es un crítico clarividente a quien el espíritu humano le sirve de espectáculo y al cual describe en sus progresos, en sus movimientos, en sus retrocesos, con una veracidad y una imparcialidad prematuras. Parece haber adivinado ese  talento de nuestro tiempo, ese arte de colocar ante sí la sociedad intelectual para juzgarla… Santo Tomás, abarcando de una vez toda la filosofía de su tiempo, en algunos momentos ha sobrepasado la nuestra. Ha contenido toda la ciencia humana en un perpetuo silogismo y la ha vaciado entera al filo de un razonamiento continuo, realizando así la unión de un espíritu vasto y de un espíritu lógico.

Finalmente, Gerson. Gerson, el teólogo en quien el sentimiento se disputa con la deducción, que comprendía y desestimaba la filosofía, supo someter la razón sin humillarla, cautivar los corazones sin ofender los espíritus, imitar, en fin, al Dios que hace que se crea en Él amándolo.

Todos esos hombres, y no nombro a todos sus iguales, eran grandes y sus obras, admirables. Para ser admirados, para conservar una influencia constante sobre la literatura posterior, ¿qué les ha faltado, pues? No ha sido la ciencia, ni el pensamiento  ni el genio, y me temo que sea  una  sola cosa: el estilo.

«La literatura francesa no viene de ellos. No se remite a su autoridad ni utiliza sus nombres. Tan sólo se ha gloriado de borrarlos.»

De ello podemos concluir que si a la Edad Media le correspóndió el espíritu, el Renacimiento gozó del maligno placer de encarcelarnos en la letra

Lo que dice Charles de Rémusat es muy juicioso; al menos, en lo tocante al primer período medieval, aquel en el que la intelectualidad aparece sometida a la influencia bizantina y aún está imbuida de las doctrinas románicas.

Un siglo más tarde, el mismo razonamiento pierde gran parte de su valor.

No puede discutirse, por ejemplo, en las obras del ciclo de la tabla redonda cierto encanto desligado de una forma ya más cuidada.

Teobaldo, conde de Champaña,  en sus Chansons du roi de Navarre, Guillaume de Lorris y Jehan Clopinel, autores del Roman de la Rose y todos los troveros y trovadores de los siglos XIII y XIV, sin tener el genio altivo de sus antepasados sabios filósofos, saben servirse de forma agradable de su lengua y se expresan a menudo con la gracia y la flexibilidad que caracterizan la literatura de nuestros días.

No vemos, pues, por qué el Renacimiento juzgó duramente la Edad Media y sentó plaza de su pretendida carencia literaria para proscribirla y arrojarla al caos de las civilizaciones nacientes, apenas salidas de la barbarie.

En cuanto a nosotros, estimamos que el pensamiento medieval se revela como de esencia científica y no de otra especie. El arte y la literatura no son para él sino los humildes servidores de la ciencia tradicional. Tienen por misión expresa traducir simbólicamente las verdades que la Edad Media recibió de la Antigüedad  y de las que se mantuvo fiel depositaria. Sometidos a la expresión puramente alegórica y mantenidos bajo la voluntad imperativa de la misma parábola que sustrae a lo profano el misterio cristiano, el arte y la literatura testimonian una preocupación evidente y hacen alarde de cierta rigidez, pero la solidez y la simplicidad de su factura contribuyen, pese a todo, a dotarlos de una originalidad indiscutible. Ciertamente, el observador jamás hallará seductora la imagen de Cristo tal como nos la presentan las portadas románicas, en las que Jesús, en el centro de la mandorla mística, aparece rodeado de los cuatro animales evangélicos. Nos basta que su divinidad venga subrayada por sus propios emblemas y se anuncie así reveladora de una enseñanza secreta.

tertramorfos simboliza la cruz, los cuatro elementos, los cuatro colores del mercurio de los sabios

Admiramos las obras maestras góticas por su nobleza y por la audacia de su expresión. Si carecen de la perfección delicada de la forma, poseen en grado supremo el poder iniciático de una filosofía docta y trascendente. Se trata de producciones graves y austeras, y no de ligeros motivos graciosos y placenteros como los que el arte, desde el Renacimiento, se ha complacido en prodigarnos. Pero mientras que estos últimos sólo aspiran a halagar la vista o a subyugar los sentidos, las obras artísticas y literarias de la Edad Media se apoyan en un pensamiento superior; verdadero y concreto, piedra angular de una ciencia inmutable, base indestructible de la religión.

Si tuviéramos que definir estas dos tendencias, una profunda y la otra superficial, diríamos que el arte gótico se manifiesta por entero en la sabia majestad de sus edificios, y que el Renacimiento  lo  hace  en  la  agradable  decoración de las viviendas.

El coloso medieval no se ha derrumbado de un solo golpe con el declinar del siglo XV. En muchos lugares, su genio ha sabido resistir aún por largo tiempo a la imposición de las nuevas directivas. Vemos su agonía prolongarse hasta la mitad, más o menos, del siglo siguiente, y volvemos a encontrar en algunos edificios de aquella época el impulso filosófico, el fondo de sabiduría que generaron durante tres siglos tantas obras imperecederas. Asimismo, sin tener en cuenta su edificación más reciente, nos detendremos en esas obras de importancia menor, pero de significación semejante, con la esperanza de reconocer en ellas la idea secreta, simbólicamente expresada, de sus  autores.

Esos refugios del esoterismo antiguo, esos asilos de la ciencia tradicional, hoy rarísimos, sin tener en cuenta su destino ni su utilidad, los clasificamos en la iconología hermética, entre los guardianes artísticos de las elevadas verdades filosofales.

¿Se desea un ejemplo? He aquí el admirable tímpano que decoraba, en el lejano siglo XII, la puerta de entrada de una antigua casa de Reims (lám. V). El tema, muy transparente, podría prescindir con facilidad de la descripción. Bajo una gran arcada que inscribe otros dos geminados, un maestro enseña a su discípulo y le muestra con el dedo, en las páginas de un libro abierto, el pasaje que comenta. Encima, un joven y vigoroso atleta estrangula a un animal monstruoso -tal vez un dragón-, del que sólo se ve la cabeza y el cuello. Junto a él hay dos jovencitos estrechamente enlazados.

La Ciencia aparece así como dominadora de la Fuerza y del Amor, oponiendo la superioridad del espíritu a las manifestaciones físicas del poder y del sentimiento.

¿Cómo admitir que una construcción animada de semejante pensamiento no haya pertenecido a algún filósofo desconocido? ¿Por qué habríamos de negar a ese bajo relieve la manifestación de una concepción simbólica que emana de un cerebro cultivado, de un hombre instruido que afirma su gusto por el estudio y predica con el ejemplo? Nos equivocaríamos, pues, de medio a medio si excluyéramos esa vivienda, de frontispicio tan característico, de entre las obras emblemáticas que nos proponemos estudiar bajo el título general de Las moradas filosofales.

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