Aztlán, Avallon, monte magnético misterioso, insólita Morada de los Hijos del Crepúsculo (Budhas de Compasión, Dhyan-Choans, Serpientes de la Sabiduría, Pitris o Padres Preceptores de la humanidad, Ángeles de las estrellas, Constructores, Vigilantes, Estrellas-Yazathas de los zoroastrianos, etc.).
Tierra del Amanecer, Mansión imperecedera, celeste Paraíso allende los mares ignotos del Polo Norte.
Inefable Ciudadela del Sol envuelta en múltiples esplendores, Isla Blanca, Rincón del Amor, Tierra de Apolo…
Magnífico luce en el Septentrión aquel Edén de la cuarta coordenada, continente firme en medio del gran océano.
Ni por tierra, ni por mar, se logra llegar a la Tierra Sagrada, se repite vehementemente en la tradición helénica.
“Sólo el vuelo del Espíritu puede conducir a ella” dicen con gran solemnidad los viejos sabios del mundo oriental.
Incuestionablemente, “Los Resplandecientes de Ojos eficaces”, los Adeptos de la Religión Sabiduría, jamás han perdido el contacto con la Tierra de nuestros mayores.
Reiteramos el enunciado irrebatible de que es posible atravesar instantáneamente la barrera de la velocidad de la luz para viajar con el cuerpo físico por la dimensión desconocida hasta la lejana Thule.
El camino que conduce a Aztlán, la Tierra Solar donde moran dichosos los Mexi-Tin o Medjins, Djins, Jinas o Genios extraordinarios de los pueblos árabes, aztecas y mexicanos, está cortado desde luengos años ha, y su parte de este lado ciega ya con grandes jarales y breñales poblados con monstruos invencibles, médanos y lagunas sin fondo y espesísimos carrizales y cañaverales donde perderá la vida cualquiera que semejante empresa intente temerario.
Muy poco puede decirse de esa Tierra exótica y sagrada, excepto, quizás, según una antigua expresión poética, que la estrella Polar fija en ella su mirada vigilante desde la aurora hasta la terminación del crepúsculo de un día del Gran Aliento.
Incuestionablemente, la Isla Santa es la cuna del primer Hombre y la morada del último mortal divino, escogido como un Shishta para la semilla futura de la humanidad.
El Pueblo azteca, otrora conducido por los Genios tutelares o Jinas de la “Insula Avallones”, llegó hasta las lagunas mexicanas.
Paralela exacta la del bíblico Moisés hebraico guiando al Pueblo de Israel a través del desierto hasta la Tierra Prometida.
Prototipo del Judío errante, los pueblos Jinas de los Tuatha en eterno éxodo análogo al de los judíos de un lado y mexicanos del otro. Incuestionablemente, los Tuatha reingresaron a la verde Erim en estado de Jinas.
Se dice que llegaron de Avallon o del Cielo y trajeron a Irlanda algunos símbolos sagrados.
No está demás recordar a la Piedra Filosofal, a la Lanza de Aquiles, a la Espada flamígera y a la Copa de Hermes y de Salomón.
El Aztlán azteca, Avallon, es el rincón del amor, la Tierra de Fuego donde mora dichoso el Hermano Juan. Improfanable Verbo, Logos, Voz, I E O U AN, JUAN, especificando no a un hombre sino a toda una Dinastía Solar.
La primera raza humana que otrora viviera en Asgard, la Isla de Cristal, la Morada de los Dioses, la Tierra de los Ases, incuestionablemente era semi-etérica, semi-física.
El Prólogos órfico, pregenético, depositó en el “Hombre Cósmico” terrestre preciosas facultades y poderes.
Producto maravilloso de incesantes evoluciones y transformaciones que otrora se iniciaran desde el estado germinal primitivo, la primera raza surgió de las dimensiones superiores, completa y perfecta. Todo procede de Prabhavapyaya, la evolución inteligente de los principios creadores y conscientes de los Dioses Santos.
Incuestionablemente, la “primera raza” jamás poseyó elementos rudimentarios ni Fuegos incipientes. Para bien de la Gran Causa, lanzaremos en forma enfática el siguiente enunciado: “Antes de que la primera raza humana saliera de la cuarta coordenada para hacerse visible y tangible en la región tridimensional de Euclides, hubo de gestarse completamente dentro del Jagad-yoni, la “matriz del mundo”.
Extraordinaria Humanidad primigenia, Andróginos sublimes terriblemente divinos, Seres inefables más allá del bien y del mal.
Prototipos de perfección eterna para todos los tiempos, gentes excelentes con cuerpos indestructibles, elásticos y dúctiles.
Adam Kadmon, el Ser “masculino-femenino” del Génesis I, indubitablemente era la misma Hueste de los Elohim, cuyas presencias estaban ahora recubiertas con la euritmia superlativa de sus cuerpos. Es ostensible que todos esos Seres ingentes eran los Fuegos sagrados personificados de los Poderes más ocultos de la Naturaleza.
Ellos, los “nacidos por sí mismos”, eran magistrales, cumplidos, poseían entendimiento, inteligencia y voluntad.
Cada una de esas insuperables criaturas tenia encarnado a su Espíritu individual y sabia que lo tenia. Esa fue la Edad del Fisiparismo; entonces, aquellas deliciosas criaturas se reproducían mediante el acto sexual fisíparo.
“Como se ha visto en la división en dos del punto homogéneo del protoplasma, conocido como monerón o ameba.”
“Según se ha visto en la división de la célula nucleada, en la que el núcleo se rompe en dos subnúcleos, los cuales, o bien se desarrollan dentro de la pared celular, o la rompen y se multiplican en el exterior como entidades independientes.”
Así, de modo similar, aquellos organismos andróginos se dividían en dos para multiplicarse al exterior como entidades independientes.
En la Era del “fisiparismo” cada uno de estos sucesos de la reproducción original, primigenia, era celebrado con Rituales y Fiestas… Entonces la Tierra toda resplandecía gloriosamente con un bellísimo color azul intenso…
No está demás recordar que en esa antigua Edad de Oro, la Isla de Cristal, la Tierra de Apolo, debido a la revolución periódica de los ejes del mundo, se hallaba en la zona ecuatorial.
Raza superlativa divinal de Andróginos “plus-perfectos”. El “Huracán” (voz maya que después fuera llevada a Sur América) y que significa para los Hierofantes aztecas Viento, Soplo, Palabra, Verbo, totalmente encarnado en aquellas excelentes criaturas, estableció en la Isla de Cristal a la civilización de los Ases.
“Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó.” (Génesis 1, 27)
Venustidad paradisíaca incomparable, andróginas beldades deliciosas a imagen y semejanza de Tepeu K’Okumatz (Dios).
De la primera raza emanó la segunda, la Hiperbórea, sujetos que se reproducían mediante “brotación”; ingentes multitudes que otrora habitaran en las múltiples regiones del Septentrión.
Escrito está con letras de oro en las páginas inmortales del Libro de la Vida que de esta segunda clase de Andróginos divinos procedió a su vez la tercera raza raíz, los Duplos, Gigantes hermafroditas ¡colosales!, ¡imponentes!, cuyo sistema reproductivo era el de “gemación”. La Civilización lemúrica floreció maravillosa en el Continente Mu o Lemuria; volcánica tierra en el océano Pacífico.
Después de que la Humanidad hermafrodita se separó en sexos, transformados por la naturaleza en máquinas portadoras de criaturas, surgió la cuarta raza raíz sobre el geológico escenario atlante ubicado en el océano que lleva su nombre.
Atlas, el mas antiguo de los astrólogos, fue su Rey… La mente poética de los Hijos de la Hélada le fungió por eso cual gigante que sustentaba sobre sus espaldas, y no sobre su mente poderosa, a la máquina celeste.
Sus hijos, los Titanes, pretendieron escalar el Cielo… mas Dios les confundió y una noche la mar y el trueno rebramaron. Trémula trepidó Europa, y despierta por el estruendo, no vio ya al mundo hermano… Sólo el Teide quedó para decir a la humanidad: ¡Aquí fue en un tiempo Atlántida la famosa.!
Ahora bien, nuestra actual quinta raza raíz, las multitudes arias que habitan sobre la faz de la Tierra, separada de su tallo padre (los atlantes), tiene ya algo más de un millón de años de existencia y se encuentra en vísperas de su aniquilación total.
Cada raza raíz tiene siete sub-razas, cada sub-raza posee, a su vez, siete ramificaciones que pueden llamarse “ramas” o “razas de familia”; las pequeñas tribus, retoños y brotes de estas últimas son innumerables y dependen de la acción del Destino.
La Isla de Cristal, el Aztlán azteca, es, pues, el Paraíso Terrenal, la Tierra de nuestros Mayores. Allí moran los antepasados de todas las razas humanas.