HISTORIA Y MONUMENTO

Paradójica en sus manifestaciones y desconcertante en sus signos, la Edad Media propone a la sagacidad de sus admiradores la resolución de un singular contrasentido. ¿Cómo conciliar lo inconciliable? ¿Cómo armonizar el testimonio de los hechos históricos con el de las obras medievales?

Los cronistas nos pintan esta desdichada época con los colores más sombríos.  Por espacio de muchos siglos, no hay más que invasiones, guerras, hambres y epidemias. Y, sin embargo, los monumentos -fieles y sinceros testimonios de aquellos tiempos nebulosos- no evidencian la menor huella de semejantes azotes. Muy al contrario, parecen haber sido construidos entre el entusiasmo de una poderosa inspiración de ideal y de fe por un pueblo dichoso de vivir, en el seno de una sociedad floreciente y fuertemente organizada.

¿Debemos dudar de la veracidad de los relatos históricos, de la autenticidad de los acontecimientos que registran y creer, con la sabiduría de las naciones, que los pueblos felices no tienen Historia? A menos que, sin refutar en bloque toda la Historia, se prefiera descubrir, en una ausencia relativa de incidentes, la justificación de la oscuridad medieval.

Sea como fuere, lo que se mantiene innegable es que todos los edificios góticos sin excepción reflejan una serenidad, una expansividad y una nobleza sin igual. Si se examina de cerca la expresión de la  estatuaria,  en particular, pronto se sentirá uno edificado por el carácter apacible y la tranquilidad pura que emanan de aquellas figuras. Todas están en calma y sonrientes, y se muestran afables y bondadosas. Humanidad lapidaria, silenciosa y de buena compañía. Las mujeres poseen esa lozanía que revela bastante, en sus modelos, la excelencia de una alimentación rica y sustancial. Los niños son mofletudos, llenos, desarrollados. Sacerdotes, diáconos, capuchinos, hermanos intendentes, clérigos y chantres muestran un rostro jovial o la agradable silueta de su dignidad ventruda.

Sus intérpretes -esos maravillosos y modestos imagineros- no nos engañan y no serían capaces de engañarse. Toman sus tipos de La vida corriente, entre el pueblo que se agita en torno a ellos y en medio del cual viven. Una gran cantidad de esas figuras, tomadas al azar de la callejuela, de la taberna o de la escuela, de la sacristía o del taller, tal vez están recargados o en exceso acusados, pero en la nota pintoresca, con la preocupación por el carácter, por el sentido alegre y la forma amplia. Grotescos si se quiere, pero grotescos alegres y llenos de enseñanza. Sátiras de gentes a las que gusta reír, beber, cantar y darse buena vida. Obras maestras de una escuela realista, profundamente humana y segura de su maestría, consciente de sus medios, ignorando, en cambio, lo que es el dolor, la miseria, la opresión y la esclavitud.

Eso es tan cierto que por más que se busque y se interrogue la estatuaria ojival, jamás se descubrirá una figura de Cristo cuya expresión revele un sufrimiento real. Se reconocerá, con nosotros, que los latomi se han tomado un trabajo enorme para dotar a sus crucificados de una fisonomía grave sin conseguirlo siempre. Los mejores, apenas demacrados, tienen los ojos cerrados y parecen reposar. En nuestras catedrales, las escenas del Juicio Final muestran demonios gesticulantes, contrahechos y monstruosos, más cómicos que terribles; en cuanto a los condenados, malditos anestesiados, se cuecen a fuego lento en su marmita, sin lamentos vanos ni dolor verdadero.

Catedrales Góticas

Esas imágenes libres, viriles y sanas, prueba hasta la evidencia que los artistas de la Edad Media no conocieron en absoluto el espectáculo deprimente de las miserias humanas. Si el pueblo hubiera sufrido, si las masas hubieran gemido en el infortunio, los monumentos nos hubieran conservado testimonio de ello. Pero sabemos que el arte, esa expresión superior de la Humanidad civilizada, no puede desarrollarse libremente sino a favor de una paz estable y segura. Al igual que la ciencia, el arte no sería capaz de revelar su genio en el ambiente de sociedades en desorden.

Todas las manifestaciones elevadas del pensamiento humano están en él; revoluciones, guerras y revueltas le son funestas. Reclaman la seguridad nacida del orden y de la concordia, a fin de crecer, florecer y fructificar. Razones igualmente de peso nos inclinan a aceptar con reserva los acontecimientos medievales consignados por la Historia. Y confesamos que la afirmación de una «sarta de calamidades, desastres y ruinas acumulados durante ciento cuarenta y seis años» nos parece en verdad excesiva. Hay en ello una anomalía inexplicable, pues justamente es durante aquella desgraciada guerra de cien años, que se extiende del año 1337 a 1453 cuando fueron construidos los más ricos edificios de nuestro estilo flamígero. Es el punto culminante, el apogeo de la forma y de la audacia, la fase maravillosa en que el espíritu, llama divina, imprime su sello a las últimas creaciones del pensamiento gótico. Es la época de terminación de las grandes basílicas, pero también se elevan otros monumentos importantes, colegiales o abaciales, de la arquitectura religiosa: las abadías de Solesmes, de Cluny, de Saint-Riquier, la cartuja de Dijon, Saint-Wulfram de Abbeville, Saint-Etienne de Beauvais,  etc.  

Se  ve surgir de la tierra notables edificios civiles,  desde el hospicio de Beaune hasta el palacio de Justicia de Ruán y el Ayuntamiento de Compiègne; desde las mansiones construidas un poco por todas partes por Jacques Coeur hasta las atalayas de las ciudades libres como Béthune, Douai, Dunkerque, etc. En las grandes ciudades francesas, las callejuelas siguen su curso estrecho entre la aglomeración de los remates apiñonados, de las torrecillas y de los balcones, de las casas de madera esculpida, de los edificios  de  piedra con fachadas  delicadamente ornadas. 

Y, en todas partes, bajo la salvaguarda de las corporaciones, los oficios se desarrollan; en todas partes los compañeros rivalizan en habilidad; en todas partes la emulación multiplica las obras maestras. La Universidad forma brillantes alumnos, y su renombre se extiende por el viejo mundo; célebres doctores e ilustres sabios expanden y propagan las bondades de la ciencia y de la filosofía; los espagiristas amasan, en el silencio del laboratorio, los materiales que más tarde servirán de base a nuestra química; grandes adeptos dan a la verdad hermética un nuevo esplendor… ¡Qué ardor desplegado en todas las ramas de la actividad humana!

¡Y qué riqueza, qué fecundidad, qué poderosa fe, qué confianza en el porvenir alentaban bajo ese deseo de edificar, de crear, de investigar y de descubrir en plena invasión, en este miserable país de Francia sometido a la dominación extranjera y que conoce todos los horrores de una guerra interminable!

En verdad, no comprendemos…

También se explicará por qué nuestra preferencia sigue centrada en Ia Edad Media tal como nos la revelan los edificios góticos, más que en esa misma época, tal como nos la describen los historiadores.

Y es que resulta cómodo fabricar, con todas las piezas, textos y documentos, viejas cartas de cálidas pátinas, pergaminos y sellos de aspecto arcaico, y algún suntuoso libro de horas, anotado en sus márgenes y bellamente iluminado de orlas, cenefas y miniaturas. Montmartre proporciona a quien lo desea, y según el precio ofrecido, el Rembrandt desconocido o el auténtico Teniers. Un hábil artesano del barrio des Halles labra, con una inspiración y una maestría asombrosas, pequeñas divinidades egipcias de oro y bronces macizos, maravillas de imitación que se disputan ciertos anticuarios. Quién no recuerda, si no, la tan famosa tiara de Saitafernes… La falsificación y la imitación fraudulenta son tan viejas como el mundo, y la Historia, que tiene horror al vacío cronológico, en ocasiones ha tenido que llamarlas en su auxilio.

Un sapientísimo jesuita del siglo XVII, el padre Jean Hardouin, no teme denunciar como apócrifas una cantidad de monedas y medallas griegas y romanas acuñadas en la época del Renacimiento, enterradas con objeto de «colmar» amplias lagunas históricas. Anatole de Montaiglon nos ilustra de que Jacques de Bie publicó, en 1639, un volumen en folio acompañado de láminas y titulado Les Familles de France, illustrées par les monuments des médailles anciennes et modernes, que, según dice, «tiene más medallas inventadas que reales». Convengamos en que para suministrar a la Historia la documentación que le faltaba, Jacques de Bie utilizó un procedimiento más rápido y económico que el denunciado por el padre Hardouin. Victor Hugo, citando las cuatro Historias de Francia más reputadas hacia 1830 -las de Dupleix, Mézeray, Vély y la del padre Daniel-, dice de esta última que el autor, «jesuita famoso por sus descripciones de batallas, ha hecho en veinte años una historia que no tiene otro mérito que la erudición, y en la cual el conde de Boulainvilliers apenas encontraba más de diez mil errores». Se sabe que Calígula mandó erigir el año 40, cerca de Boulogne-sur-Mer, la torre de Odre «para engañar a las generaciones futuras sobre un pretendido desembarco de Calígula en la Gran Bretaña». Convertida en faro (turris ardens) por uno de sus sucesores, la torre de Odre se derrumbó en 1645.

¿Qué historiador nos explicará la razón -superficial o profunda- invocada por los soberanos de Inglaterra para justificar la calidad y el título de reyes de Francia que conservaron hasta el siglo XVIII? Y, sin embargo, la moneda inglesa de esta época continúa llevando el sello de semejante pretensión.

Antaño, en los bancos de la escuela se nos enseñaba que el primer rey francés se llamaba Faramundo, y fijaba en el año 420 la fecha de su exaltación. Hoy, la genealogía real empieza en Clodión el Velloso, porque se ha reconocido que su padre, Faramundo, jamás había reinado. Pero, en aquellos tiempos lejanos del siglo V, ¿se está bien seguro de la autenticidad de los documentos relativos a los hechos y gestas de Clodión? ¿No serán aquéllos y éstas impugnados  algún  día,  antes de ser relegados al ámbito de las leyendas y de las fábulas?

Para Huysmans, la Historia es «la más solemne de las mentiras y la más infantil de las engañifas».

«Los acontecimientos -decíase-, para un hombre de talento, no son más que un trampolín de ideas y de estilo, puesto que todos se mitigan o se agravan con arreglo a las necesidades de una causa política o según el temperamento del escritor que los maneja. En cuanto a los documentos que los apuntalan, tienen menos valor aún, porque ninguno de ellos es irreductible y todos son impugnables. Cuando no resultan apócrifos, se desentierran más tarde otros, no menos ciertos, que los calumnian, en espera de que a su vez los desvalore la exhumación de otros archivos no menos seguros».

Las tumbas de personajes históricos son asimismo fuentes de información sujetas a controversia. Lo hemos comprobado más de una vez. Los habitantes de Bérgamo se encontraron en 1922 con una empresa desagradable. ¿Podían creer que su celebridad local, aquel ardoroso condottiere, Bartholomeo Coleoni, que llenó en el siglo XV los anales italianos con sus caprichos belicosos, no fue sino una sombra legendaria? Sin embargo, ante una duda del rey, de visita en Bérgamo, la municipalidad mandó trasladar el mausoleo, adornado con la célebre estatua ecuestre, abrir la tumba, y todos los asistentes comprobaron, no sin estupor, que estaba vacía… En Francia, al menos, no se Ileva tan lejos la audacia. Auténticas o no, las sepulturas de este país encierran osamentas. Amédée de Ponthieu narra que el sarcófago de François Myron, edil parisiense de 1604, fue hallado a raíz de las demoliciones de la casa número 13 de la rue d’Arcole, inmueble erigido sobre los cimientos de la iglesia de Sainte- Marine, en la cual había sido inhumado. «El féretro de plomo -escribe ese autor- tiene la forma de una elipse estrangulada… El epitafio estaba borrado. Cuando se levantó la tapa del ataúd no se encontró más que un esqueleto rodeado de una especie de hollín negruzco mezclado con polvo… Cosa singular, no se descubrieron ni las insignias de su cargo, ni su espada, ni su anillo, etc., ni tan siquiera trazas de su escudo de armas… Sin embargo, la Comisión de Bellas Artes, por boca de sus expertos, declaró que con seguridad era el gran edil parisiense, y sus ilustres reliquias fueron trasladadas a la cripta de Notre-Dame.» Un testimonio de semejante valor lo señala Fernand Bournon en su obra Paris-Atlas. «No hablaremos más que para memoria -dice- de la casa sita en el Quai aux Fleurs, del que lleva los números 9 y 11, y que una inscripción, sin sombra de autenticidad ni tan siquiera de verosimilitud señala como la antigua residencia de Eloísa y Abelardo en 1118, y reconstruida en 1849. Semejantes afirmaciones grabadas en mármol constituyen un desafío al buen sentido.» Apresurémonos a reconocer que, en sus deformaciones históricas, el padre Loriquet muestra menos audacia.

Permítasenos aquí una digresión destinada a precisar y definir nuestro pensamiento. Constituye un prejuicio muy enraizado aquel que, durante largo tiempo, hizo atribuir al sabio Pascal la paternidad de la carretilla volquete. Y aunque la falsedad de esta atribución esté hoy demostrada, no es menos cierto que la gran mayoría del pueblo persiste en considerarla fundada. Interrogad a un escolar y os responderá que ese práctico vehículo, por todos conocido, debe su concepción al ilustre físico. Entre las individualidades en revesadas, alborotadoras y, a menudo, distraídas del mundillo escolar, el nombre de Pascal se impone a las jóvenes inteligencias sobre todo a causa de esta pretendida realización. Muchos escolares primarios, en efecto, ignorarán quién es Descartes, Miguel Ángel, Denis Papin o Torricelli, pero no dudarán un segundo en lo referente a Pascal. Sería interesante saber por qué nuestros niños, entre tantos admirables descubrimientos cuya aplicación cotidiana tienen ante Los ojos, conocen mejor a Pascal y a su volquete que a los hombres de talento a quienes debemos el vapor, la pila eléctrica, el azúcar de remolacha y la bujía esteárica. ¿Es acaso porque la carretilla volquete los afecta más de cerca, les interesa más o les resulta más familiar? Puede ser. Sea como fuere, el error vulgar que propagaron los libros elementales de Historia podía ser fácilmente desenmascarado, pues bastaba, tan sólo, con hojear algunos manuscritos iluminados de los siglos XIII y XIV, en los que muchas miniaturas representan a campesinos medievales utilizando la carretilla. E incluso, sin emprender tan delicadas búsquedas, una ojeada lanzada sobre los monumentos hubiera permitido restablecer la verdad. Entre los motivos que decoran una arquivolta del atrio septentrional de la catedral de Beauvais, por ejemplo, un viejo rústico del siglo XV aparece representado empujando su carretilla, de un modelo semejante a las que utilizamos en la actualidad (lám. IV). El mismo utensilio se advierte asimismo en escenas agrícolas que forman el tema de dos misericordias esculpidas, procedentes de la sillería del coro de la abadía de Saint Lucien, cerca de Beauvais (1492-1500)4. Por añadidura, si la verdad nos obliga a negarle a Pascal el beneficio de una invención muy antigua, anterior en muchos siglos a su nacimiento, ello no sería capaz de disminuir en nada la grandeza y el vigor de su genio. El inmortal autor de los Pensamientos, del cálculo de probabilidades, e inventor de la prensa hidráulica, de la máquina de calcular, etc., arrastra nuestra admiración mediante obras superiores y descubrimientos de envergadura distinta a la de la carretilla. Mas lo que importa destacar, lo que cuenta tan sólo para nosotros es que, en la búsqueda de la verdad, es preferible apelar al edificio antes que a las relaciones históricas,  en  ocasiones  incompletas,  a menudo  tendenciosas  y casi siempre sujetas a reserva.

A una conclusión paralela ha llegado André Geiger cuando, sorprendido por el inexplicable homenaje rendido por Adriano a la estatua de Nerón, hace justicia a las acusaciones inicuas formuladas contra ese emperador y contra Tiberio. Al igual que nosotros, niega toda autoridad a los relatos históricos, falsificados a propósito, concernientes a aquellos presuntos monstruos humanos, y no duda en escribir:

«Me fío más de los monumentos y de la lógica que de las Historias.»

Si, como hemos dicho, la impostura de un texto y la redacción de una crónica no exigen más que un poco de habilidad y de saber  hacer, en contrapartida es imposible construir una catedral. Volvamos nuestra mirada, pues, a los edificios, que ellos nos proporcionarán más serias y mejores indicaciones. En ellos, al menos, veremos a nuestros personajes retratados a lo vivo, fijados en la piedra o en la madera con su fisonomía real,  su vestido y sus gestos, ya figuren en escenas sagradas o compongan temas profundos. Tomaremos contacto con ellos y no tardaremos en amarlos. Tan pronto interrogaremos al segador del siglo XIII que alza su hoz en la portada de París, como al boticario del XV que, en el coro de Amiens, machaca no se sabe qué droga en su mortero de madera. Su vecino, el borracho de la nariz florida, no es un desconocido para nosotros, pues nos recuerda habernos encontrado, al azar de nuestras  peregrinaciones,  con  ese alegre  bebedor.

 Acaso fuera nuestro hombre el que exclamara en pleno «misterio», ante el espectáculo del milagro de Jesús en las bodas de Caná:

Si scavoye faire ce qu’il f aict, Toute la mer de Galilée  Seroit ennuyt en vin muée;

Et jamais sus terre n’auroit Goutte d’eau, ne pleuveroit

Rien du ciel que tout ne fut vin .

Y a ese mendigo escapado de la corte de los milagros, sin otro estigma de miseria que sus andrajos y sus piojos, también le reconocemos.

Es a él a quien los Cofrades de la Pasión ponen en escena a los pies de Cristo y que, lamentable, pronuncia este soliloquio:

Je regarde sus mes drapeaux Son y a jecté quelque maille; J’ouïs tantost: baille luy, baille!

-Y n’y a dernier ne demy…

Un povre homme n’a poinct d’amy .

Pese a todo cuanto haya podido escribirse, debemos, de buen o de mal grado, acostumbrarnos a la verdad de que, al comienzo de la Edad Media, la sociedad se elevaba ya a un grado superior de civilización y esplendor. Juan de Salisbury, que visitó París en 1176, expresa a este respecto en su Polycration el más sincero entusiasmo.

«Cuando veía -dice- la abundancia de subsistencias, la alegría del pueblo, el buen aspecto del clero, la majestad y la gloria de la Iglesia y las diversas ocupaciones de los hombres admitidos al estudio de la filosofía, me ha parecido ver esa escala de Jacob cuyo coronamiento alcanzaba el cielo y por la que los ángeles subían y bajaban. Me he visto forzado a confesar que, en verdad, el Señor estaba en ese lugar y que yo lo ignoraba. También acudió a mi espíritu este pasaje de un poeta: ¡Feliz aquel a quien se asigna este lugar por exilio!» .

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