Hoy hablaremos sobre la Tolerancia, mis estimables hermanos. Por ejemplo: si alguien quiere asesinar a alguno de nuestros familiares (a un hijo, a un hermano), nuestra reacción, en ese momento, debe ser la de defender al hijo que están atacando, defender al hermano. Como jefes de familia, debemos saber responder. Pero si nosotros decimos: “¡No, yo no levantaré un arma contra nadie!”, y si al bandido que está asesinando al hijo o está violando a la hija le decimos: “Yo te bendigo, hijo mío, te perdono todos los crímenes que estas cometiendo”; entonces allí, estamos llevando la tolerancia al extremo y es obvio que también está uno convirtiéndose en cómplice de ese crimen.
Si un hombre tiene su esposa y vienen unos bandidos a violarla, y él responde diciéndoles: “¡Que Dios los bendiga!”, ¿qué dirían de un hombre así? Sería un “hombre de chocolate”, que no sirve para nada. Obviamente, esa es la tolerancia llevada hasta el máximo; lo que nos convierte en cómplices del delito. Si alguien pone una criatura a nuestro cuidado y alguien viene a atropellarla, y nosotros sólo sabemos dar la espalda a los atropelladores (a los que vienen a atropellar la criatura), eso es complacencia con el delito y nada mas…
Se ha hablado mucho contra las armas en las distintas escuelas de tipo esotérico o pseudoesotérico, pero todo eso depende del nivel de compresión, porque hasta las mismas armas suelen ser útiles cuando se necesitan.
Pongamos un ejemplo. Supongamos que a un hijo vienen a atropellarle a su madre. Por sostenerse en las enseñanzas, ¿va a permitir que asesinen a su madre? ¿No será, por tal motivo, capaz de apelar a un arma para defender la vida de aquélla que lo trajo al mundo?, ¿o va a bendecir nada más a los que quieren asesinar a su propia madre? Obviamente que, si él (en ese caso) se vuelve tan tolerante que llega a bendecir a los que vienen a asesinar a la autora de sus días, pues, es un cobarde y se convierte en cómplice del delito. Si él (en aquel momento) tiene que apelar a las armas, si no queda más remedio, pues, tiene que defenderla. Si no, se echaría un karma por no defenderla.
Ahora, si uno verdaderamente está siguiendo la “Senda del Filo de la Navaja”, tiene que besar el látigo del verdugo y devolver bien por mal, bendecir a los que le persiguen, y si le pegan en la mejilla derecha, poner la izquierda para que le ayuden más.
Es un poco duro eso, pero (claro está) ya uno se resolvió a vivir dentro de la “Senda del Filo de la Navaja”, está buscando ya la Autorrealización íntima del Ser, quiere seguir las rigurosas ordalías de la iniciación, y eso es diferente. Pero, si le vienen a atropellar a su hermanita, a su esposa, a sus hijos, a las criaturas que están bajo su cuidado, si las vienen a asesinar, ¿tratará como hermanitos a los bandidos?, ¿los tratara con cariño, como a hermanitos? Sería absurdo, ¿verdad? Lo mejor, en este caso, es apelar a la defensa, cumplir con el deber, morir en el campo de batalla si es necesario.
Esta pregunta se la hicieron una vez a Krishnamurti, y francamente no la supo responder con exactitud. “Si yendo con una hermana (le dijeron), de pronto alguien te la atropellara, ¿qué harías?”.
El respondió que esperaría que eso sucediera, para ver que haría. Que él esperaría a que eso sucediera realmente. Bueno, ese se salió por la tangente; la respuesta ha debido ser mas concreta, la respuesta ha debido ser que la defendería a como diera lugar. No estoy preconizando la violencia.
No; estoy señalando hasta dónde perjudicaría, por ejemplo, el vicio de la tolerancia, llevada al máximo; de la tolerancia convertida en vicio, porque una virtud, por bella que sea, más allá de cierto punto se convierte en vicio, en defecto.
Así, por ejemplo, la Cábala nos habla de los Sephiroths y de sus virtudes, pero también nos habla de los “Kliphos” que no son otra cosa de los Sephiroths invertidos, las antítesis de las virtudes que personifican los Sephiroths, el anverso de la medalla, etc.
Así pues, mis caros hermanos, lo que necesitamos es comprensión, salirnos de tantos códigos de ética modernos, y actuar de modo diferente.
Existe, por ejemplo en el Tíbet, un libro especial de acción de los Iniciados (lo llamaremos de “ética”, aunque esa palabra allá ni se conoce. Eso no es un código de ética, pero lo cierto es que está más allá del bien y del mal. No olviden que en todo lo bueno hay algo de malo y en todo lo malo hay algo de bueno; no olviden que entre el incienso de la oración, también se esconde el delito. El delito se viste de mártir, de apóstol, y llega hasta a oficiar en los templos mas sagrados. Así que, existe mucha virtud en los malvados y mucha maldad en los virtuosos; existe lo bueno de lo malo y lo malo de lo bueno).
En el Tíbet, repito, existe un libro muy especial para los Iniciados, un libro de acción única.
Muchas de las formas de actuar de esos Iniciados nos sorprenden, no encajan (completamente) dentro de los modos de ser que tenemos acá, en el mundo Occidental. Por allí hay un dicho que reza: “No hagamos cosas buenas que parezcan malas, ni malas que parezcan buenas”, pero los tibetanos no se dejan condicionar la mente por tal dicho: actúan en forma tal, que a muchos nos sorprende. Los Iniciados del Tíbet no actúan de acuerdo con los códigos que existen sobre el bien y el mal, sino con los dictados de la propia Conciencia, y eso es diferente.
Cuanto más nos vayamos liberando de tantos y tantos códigos de ética, cuanto más individuales nos vayamos volviendo, tanto más iremos comprendiendo la necesidad de disolver el Ego, el “mí mismo”, el “sí mismo”. Y es que el “Yo”, como les he dicho a ustedes, es un libro de muchos tomos, un libro que tenemos que estudiar, porque no es posible disolver el Ego, el “mí mismo” sin haberlo comprendido íntegramente, totalmente.
Es en el terreno de la vida práctica donde debemos autodescubrirnos. Los errores que llevamos dentro, afloran precisamente en la vida practica, y si nosotros nos hallamos en estado de alerta, entonces los descubrimos tal cual son. Defecto descubierto, debe ser comprendido, íntegramente, a través de la técnica de la meditación. Una vez comprendido, debe ser eliminado con el poder serpentino anular que se desarrolla en el cuerpo del asceta, es decir, con el poder de Devi- Kundalini.
Cuanto mas se vaya desintegrando el Ego, la Conciencia se irá haciendo cada vez más fuerte y al fin quedará introducido, dijéramos, (dentro de sí mismos), un Centro de Gravedad Permanente, un Centro de Individualidad auténtica que nos liberará, totalmente, de las acciones y reacciones que provienen del mundo exterior. Pero necesitamos crear ese Centro de Gravedad Permanente dentro de sí mismos, y eso solamente es posible disolviendo el Ego. Creando (repito) ese Centro de Gravedad, tendremos individualidad. Pero, hoy por hoy, no somos sujetos individuales, somos máquinas controladas por “Yoes”; todo el mundo juega con nosotros, no tenemos auténtica individualidad.
Cuando hayamos disuelto el Ego, el “mí mismo”, descubriremos con asombro místico que hay algo que no es posible disolver, y ese “algo” es odiado por las gentes de todas las religiones. Me refiero al Satán bíblico (esta palabra, naturalmente horroriza a muchos. Ya sabemos el papel que ha hecho el Diablo en el Antiguo Testamento). Mas nosotros debemos comprenderlo. Ese Diablo, que tanto nos asusta, es el menos dañino, como dijera Goethe, en uno de sus poemas (palabras que pone en boca de Dios): “De todos los de tu especie, súbditos a mi ley rebeldes, el menos dañino y perjudicial tú eres”… ¿Que Mefistófeles (Satán) sea el menos dañino y perjudicial? ¡Parece increíble!, ¿verdad? Pero todas las gentes religiosas piensan que (precisamente) Satanás es lo más dañino, y si nosotros nos pronunciamos a favor de Satanás, nos declaran “satanistas”, “magos negros”, “hechiceros”, “brujos”, “gente maldita”, etc. (así es la humanidad).
Empero, recuerden ustedes que Satanás es la sombra del Eterno. Podríamos disolver el Ego, reducirlo a polvo, pero a Satanás no podemos disolverlo porque es la sombra del Eterno. Si vamos por una calle, proyectamos nuestra propia sombra, ¿verdad? (por la luz del Sol). Así, también, el Eterno proyecta su sombra en cada uno de nosotros.
Recuerden ustedes que cada uno de nosotros tiene una Chispa Divina, Virginal, Inefable (que es nuestro Logoi íntimo, nuestra Seidad). Ella proyecta su sombra en nuestra psiquis, y esa sombra es precisamente Satanás, Mefistófeles, que entre los Aztecas es Xolotl, el Lucifer de nuestro Señor Quetzalcóatl.
Reflexionemos, mis caros hermanos. Ese Satanás, la sombra del Eterno en cada uno de nosotros, debe ser transformado en Lucifer. Obviamente, Lucifer es el “Dador de Luz”, el “Lucero de la Mañana”, y también el “Lucero Vespertino”. Debemos, pues, transformar al Diablo en Lucifer. Cuando nosotros (en los mundos superiores de Conciencia Cósmica) vemos a nuestro propio Diablo, comprendemos la necesidad de transformarlo. El Diablo de cualquier profano, la sombra mefistofélica (hablando a lo Goethe) de cualquier sujeto, es negro como el carbón, y es claro que arroja un fuego siniestro (es el Fohat aquél, diabólico). Pero he ahí lo grandioso: transformar, convertir a esa sombra negra, a ese Diablo en Lucifer, se hace posible cuando eliminamos el Ego animal, cuando destruimos los “elementos inhumanos” que llevamos dentro. Entonces puede, aquella sombra del Eterno, vestirse con la Túnica de Gloria y convertirse en Arcángel de Luz.
No olviden ustedes que Lucifer tiene potestad sobre los Cielos, sobre la Tierra y sobre los Infiernos. En los Cielos le obedecen los ángeles, en la Tierra hace temblar a los humanos y en los Infiernos a los demonios. Es pues, Lucifer, el Príncipe de la Luz, el Arcángel de Gloria.
Nosotros, repito, necesitamos convertir al Diablo en Lucifer, modificar ese aspecto negro y tenebroso de la sombra del Eterno, blanquearlo para hacerlo puro, perfecto; embellecerlo, mediante la disolución del Ego animal. Si así procedemos, el pago será grandioso: él nos conferirá la inmortalidad, él nos hará realmente fuertes, porque hoy por hoy, somos realmente débiles, absolutamente débiles; somos víctimas de los demás, todo el mundo juega con nosotros, y desgraciadamente no hemos querido comprender que los demás juegan con nosotros. Somos víctimas de los demás y no lo sabemos; nos creemos poderosos, cuando no somos más que míseros leños, arrojados en el mar borrascoso de la existencia.
Los invito pues, mis caros hermanos, a disolver el Ego con el propósito de que blanqueen a su propio Daimon, a su Xolotl; para que lo conviertan en el Príncipe de la Luz, en el Señor que tiene potestad sobre los Cielos, sobre la Tierra y sobre los Infiernos.
Reflexionad, pues, vuélvanse mas individuales…
Pregunta: Maestro, siempre hemos visto personas que tienen el propósito de buscar la paz entre dos individuos que se pelean. Para un estudiante gnóstico, ¿es lícito que intervenga de alguna manera, ya por medio de la oración o de algún rito?
Respuesta: Cada cual es cada cual. La discordia existirá mientras cada sujeto cargue (dentro de sí mismo, en su psiquis) los “elementos” que provocan conflictos. Obviamente, mientras exista la discordia en nosotros mismos, existirá fuera de nosotros también. Entonces, resulta inútil el que nosotros tratemos de apaciguar a otros; ellos continuarán peleando, porque llevan la discordia adentro. Es absurdo que tratemos nosotros, por medio de procedimientos ocultos y mágicos, que dos personas dejen de pelear. Eso no servirá de nada, pues podrían dejar de pelear en el momento, y después continuar haciéndolo. La verdad es que nosotros debemos ser nosotros mismos; debemos ser más autorreflexivos, más individuales, no identificarnos con tales escenas, vivir autodescubriéndonos.
Eso es lo importante.
– Estudiante. ¿No sería esa actitud hasta cierto punto egoísta? Porque a raíz de la discusión, esas dos personas podrían llegar a matarse y la intervención de otro podría evitarlo…
– Maestro. Nuestra intervención, algunas veces puede servir y otras no. La cruda realidad de los hechos es que la disputa, la discordia, existe en cada uno de nosotros, y mientras continúe existiendo, continuarán los conflictos. Nadie nos ha convertido a nosotros en policías para ir a disolver tumultos ajenos. Como están las cosas, lo único que podemos y debemos hacer es velar por nosotros mismos, eliminar nuestros propios errores. No podemos eliminar los errores de los demás; cada uno es cada uno, no podemos cambiar a nadie. Podríamos amonestar, pero eso no es suficiente para que otros cambien. Por ejemplo, estoy aquí hablándoles, pero yo no podría cambiarlos; ustedes tienen que cambiar por sí mismos. Así también, nosotros no podemos servir de policías aquí, allá y acullá. Cada cual tiene que responder por sus propios actos.
– Estudiante. Maestro, ¿qué nos puede decir de los afectos? Eso es algo que por naturaleza todos los seres humanos poseen. Algunos, incluso, son capaces de entregar la vida por un ser querido y utilizan también ciertos medios de expresión para manifestar ese afecto, ese amor. ¿Es lícito que existan esos pequeños afectos, así demostrados, entre hijos o entre los esposos, etc.?
– Maestro. El amor es grandioso, pero reza un dicho español: “Obras hacen amores, que no buenas razones”. Yo he conocido hogares, muy afectuosos, que se han desintegrado de la noche a la mañana.
Hace poco conocí uno, aparentemente muy feliz. Todos los hijos de aquel hogar eran afectuosos con sus padres, pero ese hogar ya finalizó: el hombre se divorció de la mujer y la mujer de su hombre, y los hermanos andan unos por un lado y otros por el otro (¡y eran muy afectuosos!).
Por lo común, los afectos degeneran en lujuria, de nada sirven. No olviden ustedes que el corazón es también un centro erótico. Lo mejor es el amor, y el amor no acepta los afectos. El amor es puro, hermoso, bello y desinteresado; el amor se confirma en los hechos.
¿De qué sirve que un hombre le esté diciendo a la mujer: “te quiero”, “te adoro”, y no le dé ni siquiera para el diario? ¿De qué sirven tantos besuqueos, tantos abrazos, y cosas así por el estilo, si el hombre no se preocupa, dijéramos, porque la mujer tenga con qué comprarse un par de medias, porque tenga con qué vestirse? ¿Es eso amor? En vez de tanto besuqueo, de tantas caricias, abrazos, etc., es mejor que le dé sus vestidos, que le pague sus rentas, es decir, que le dé para todas las cosas de la vida, que cumpla con sus deberes, que no la trate mal, que no le pegue, que no le hale sus cabellos, que no le haga mal… “Obras hacen amores, que no buenas razones”… Indudablemente, “es tan malo ser tieso, como tener espinazo de goma”.
Está bien que el hombre sea natural con su mujer y que la mujer sea muy natural con su hombre, pero todos esos hogares donde existen tantos y tantos besos y abrazos, y cosas así por el estilo (tantos afectos, en una palabra), terminan mal y eso ya lo hemos evidenciado en la práctica.
Yo he visto hogares donde todo era puro afecto, y hoy en día ya se acabaron, y he visto hogares donde el hombre no es así. Tampoco tiene “espinazo de goma”, pero no es duro de corazón; no es afectuoso, pero sabe cumplir con sus deberes; su amor lo demuestra con hechos, con sencillez y con tacto. Esos hogares llegan muy lejos, no se acaban jamás; sólo los destruye la muerte, lo cual es muy natural.
Vigilemos nuestros propios actos. ¿De dónde nacen los afectos y qué cosa son los afectos? Los afectos tienen por basamento la lujuria, son vicios. El corazón es también un centro erótico que conduce inevitablemente al abuso sexual; todos esos sentimentalismos de hombres y mujeres degeneran en fornicación, en lujuria, en morbosidad. De manera que, los afectos son el resultado, el producto de la lujuria. El amor es lo más bello, lo más puro, es como un niño recién nacido, no busca nada para sí, sino todo para el ser que ama; no incluye afecto, pero sabe cumplir con su deber. Se demuestra con hechos y no simplemente con vana palabrería insubstancial de charla ambigua.
Aquél que le promete a la pobre dama de sus ensueños todas la riquezas del mundo aunque no las tenga, le baja el cielo y se lo pone a sus pies, por lo común resulta totalmente falso; pero esos hombres que no prometen mucho a las mujeres, pero que sí les cumplen, que velan por ellas, que no la abandonan, indubitablemente resultan magníficos.
Lo mismo sucede en cuanto a la mujer. Aquéllas que son muy cariñosas, muy zalameras, pues, en fin, que viven llenas de afectos, casi siempre le ponen al marido sus buenos cuernos. Las mujeres aquellas que no son afectuosas, cumplidoras de sus deberes, que hacen todos sus quehaceres con mucho juicio diariamente, que ven por sus hijos, que atienden a sus maridos, indubitablemente resultan magníficas esposas, fieles y sinceras, incapaces de traicionar; pero las muy zalameras, sentimentales, llenas de afectos, terminan poniendo al pobre hombre un buen par de cuernos.
Samael Aun Weor