Teniendo por escenario el anfiteatro cósmico, quiero verter en estas páginas algunos recuerdos. Mucho antes de que surgiera de entre el caos esa Cadena Lunar de la cual hablaran tantos insignes escritores teosofistas, existió cierto universo del cual sólo quedan ahora sus huellas entre los Registros Íntimos de la Naturaleza…
Fue en un mundo de esos donde acaeció lo que a continuación relato con el evidente propósito de aclarar la Doctrina de la Transmigración de las Almas…
De acuerdo con los Desideratos Cósmicos, en tal planeta evolucionaron e involucionaron siete razas humanas muy semejantes a las de nuestro mundo…
Por la época de su Quinta Raza Raíz demasiado parecida a la nuestra, existió la abominable civilización del Kali-Yuga o Edad de Hierro, tal como en estos momentos la tenemos nosotros aquí en la Tierra…
Entonces yo, que sólo era un pobre animal intelectual condenado a la pena de vivir, había venido de mal en peor reincorporándome incesantemente en organismos masculinos o femeninos, según el debe y el haber del Karma…
Confieso sin ambages que inútilmente trabajaba mi Madre Naturaleza creándome cuerpos; yo siempre los destruía con mis vicios y pasiones.
Cual si fuese una maldición insoportable, cada una de mis existencias se repetía dentro de la Línea Espiraloide, en curvas más y más bajas… Obviamente, me había precipitado por el camino involutivo, descendente.
Me revolcaba como el cerdo en el lecho abyecto de todos los vicios y ni remotamente me interesaban los temas espirituales. Es incuestionable que me había tornado en un cínico irredento: resulta palmario que cualquier tipo de castigo por grave que éste fuera, estaba de hecho condenado al fracaso…
Dicen que ciento ocho cuentas tiene el collar del Buda y esto nos indica el número de vidas que se le asignan a toda Alma…
Debo hacer cierto énfasis al decir que la última de esas ciento ocho existencias fue para mí algo definitivo… entonces ingresé en la involución del Reino Mineral sumergido.
La última de esas personalidades fue de sexo femenino y es evidente que después de revolcarse en el lecho de Procusto me sirvió de pasaporte para el Infierno…
Entre el vientre mineral de aquel mundo, blasfemaba, maldecía, hería, insultaba, fornicaba espantosamente y me degeneraba más y más sin dar muestra jamás de arrepentimiento…
Me sentía cayendo en la remota lejanía del pasado; la forma humana me disgustaba; prefería asumir entre esos abismos figuras de bestias; después parecía yo planta, sombra que se deslizaba aquí, allá y acullá; por último sentí que me fosilizaba…
¿Convertirme en piedra? ¡Qué horror!… Empero, como quiera que ya estaba tan degenerado, ni eso me importaba….
Ver cual leproso de la Ciudad de los Muertos vivientes caer dedos, orejas, nariz, brazos y piernas, ciertamente no es nada agradable; sin embargo, ni esto me conmovía…
Fornicaba incesantemente en el lecho de Procusto con cuanta larva se acercara y sentía que me extinguía como vela, candela o cirio…
La vida entre las entrañas minerales de tal planeta obviamente se me hacía demasiado aburridora, y por ello, como queriendo matar el tiempo tan largo y tedioso, me revolcaba como un cerdo entre la inmundicia.
Me debilitaba espantosamente todo hecho pedazos y moría penosamente; me desintegraba con una lentitud horrenda…
Ya ni siquiera tenía fuerzas para pensar, mejor estuvo así, por fin llegó la “Muerte Segunda” de la cual habla el Apocalipsis de San Juan; exhalé el postrer aliento y luego…
La Esencia quedó libre; me vi convertido en un hermoso niño; ciertos Devas después de examinarme detenidamente, me permitieron entrar por las Atómicas Puertas que lo conducen a uno de regreso a la superficie planetaria, a la luz del Sol.
Ostensiblemente había muerto el Ego, el Mí mismo, el Yo. ¡Mi Alma libre asumía ahora la bella forma de un tierno infante…! ¡Qué dicha, Dios mío! ¡Cuán grande es la Misericordia de Dios!…
La Esencia liberada del Ego es íntegramente inocente y pura. El Yo aquél se convirtió dentro de las entrañas de ese mundo en polvareda cósmica…
¿Cuánto tiempo viví en los Mundos Infiernos? No lo sé. posiblemente unos ocho mil o diez mil años…
Ahora desprovisto de Ego retorné a la senda de tipo evolutivo; ingresé al reino de los gnomos o pigmeos, seres que trabajan con el limo de la tierra, Elementales inocentes del mineral…
Más tarde ingresé a los Paraísos Elementales del Reino Vegetal; reincorporándome constantemente en plantas, árboles y flores; ¡Cuán dichoso me sentía en los Templos del Edem recibiendo enseñanzas a los pies de los Devas…!
La dicha de los Paraísos Jinas es inconcebible para el humano razonamiento.
Cada familia en esos edenes tiene sus templos y sus instructores; uno se llena de éxtasis al entrar en el Santuario de los Naranjales, o en la Capilla de la Familia Elemental de la Yerba-Buena de Menta, o en la Iglesia de los Eucaliptos…
Tratando de procesos evolutivos debemos hacer el siguiente enunciado: “Natura non facit saltus” (La Naturaleza no hace saltos).
Es pues evidente que los estados más avanzados del Reino Vegetal me permitieron el paso al Estado Animal.
Comencé reincorporándome en organismos muy simples y después de haber tenido millones de cuerpos, concluí retornando en organismos cada vez más y más complejos…
Como sobresaliente nota de estos párrafos, debo aseverar que aún conservo remembranzas muy interesantes de una de esas tantas existencias, a la orilla de un hermoso río de aguas cantarinas que alegre se precipitaba siempre entre su lecho de rocas milenarias…
Era entonces una humilde criatura, un especimen muy particular del género de los batracios. Me movía dando saltitos aquí, allá y acullá, entre el boscaje.
Es evidente que tenía plena Conciencia de mí mismo: sabía que otrora había pertenecido al peligroso reino de los animales intelectuales… mis mejores amigos eran los Elementales de esos vegetales que tenían sus raíces a orillas del río, con ellos platicaba en el Lenguaje Universal…
Moraba deliciosamente en la umbría muy lejos de los humanoides racionales; cuando presentía algún peligro de inmediato me refugiaba entre las aguas cristalinas…
Muchas veces continué retornando en variados organismos, antes de que tuviera la dicha de reincorporarme en un especimen de cierta clase de anfibios muy inteligentes, que alegres salían de entre las procelosas aguas del Ponto para recibir los rayos solares en la arenosa playa…
Cuando llegó la terrible Parca soberana que a todos los mortales hace estremecer de miedo, di el último adiós a los tres reinos inferiores y regresé a un organismo humanoide; así reconquisté trabajosamente el estado de animal racional que otrora perdiera…
En ese, mi nuevo estado de bípedo tricerebrado o tricentrado, rememoraba, evocaba, insólitos sucesos abismales; ni remotamente deseaba volver al mundo soterrado; anhelaba aprovechar sabiamente el nuevo ciclo de ciento ocho vidas que ahora se me asignaban para mi Auto-Realización Intima…
La experiencia pretérita había dejado dolorosas cicatrices en el fondo de mi Alma; en modo alguno estaba dispuesto a repetir los procesos involutivos de los Mundos Infiernos.
Bien sabía que la Rueda del Samsara gira incesantemente en forma evolutiva e involutiva y que las Esencias después de su paso por el Reino animal intelectual, descienden millares de veces al horroroso precipicio para eliminar los Elementos Subjetivos de las percepciones; empero, de ninguna manera anhelaba yo más sufrimientos abismales y por ello estaba bien dispuesto a aprovechar mi nuevo ciclo de existencias racionales. Por esa época la civilización de dicho planeta había llegado a su cúspide; los habitantes de aquel mundo tenían naves marítimas y aéreas, gigantescas ciudades ultramodernas, poderosas industrias y comercio, universidades de todo tipo, etc., etc., etc., desafortunadamente no se coordinaba en modo alguno tal orden de cosas con las inquietudes del Espíritu.
En una cualquiera de esas mis nuevas existencias humanoides, con la Conciencia inquieta, como sintiendo un extraño terror, resolví inquirir, indagar, buscar el Camino Secreto…
Dice un proverbio de la Sabiduría Antigua: “Cuando el discípulo está preparado el Maestro aparece”.
El Gurú, el guía, apareció para sacarme de las tinieblas a la Luz; él me enseñó los Misterios de la Vida y de la Muerte; él me indicó la Senda del Filo de la Navaja.
Así devino el Misterio del Aureo Florecer; yo comprendía a fondo mi propia situación; sabía que tan sólo era un pobre homúnculo racional, más anhelaba convertirme en Hombre verdadero y es obvio que lo logré en aquel Gran Día Cósmico, en aquel anteayer sideral, muchísimo antes del Mahamvantara de Padma o Loto de Oro.
Desgraciadamente por aquellos tiempos tan remotos, cuando apenas iniciaba mis estudios esotéricos a los pies del Maestro, no gozaba de fortuna alguna; mi familia, habitantes de aquel mundo, vivía en la pobreza; una hermana que velaba por la casa ganaba míseros centavos en el mercado público vendiendo frutas y verduras; yo solía acompañarle…
En alguna ocasión me encerraron en horrenda prisión sin motivo de ninguna especie…
Mucho tiempo estuve tras las rejas crueles de aquella cárcel; empero, y esto es curioso, nadie me acusaba; no existía delito que perseguir; se trataba de un caso muy especial y para colmos, ni siquiera figuraba mi nombre en la lista de presos; obviamente existía cierto tipo de persecución secreta contra los iniciados; así lo vine a comprender.
Pacientemente, en espera de alguna oportunidad, acechaba cualquier instante venturoso con el propósito de escapar…
Varias veces lo intenté en vano, mas al fin, un día de esos tantos, los guardas sin saber cómo ni porqué se olvidaron de una puerta dejándola abierta; es incuestionable que de ninguna manera estaba dispuesto a perder la tan anhelada oportunidad: en cuestión de segundos salí de aquella prisión dando después ciertos rodeos a una plaza de mercado con el deseo de despistar a algunos policías que me alcanzaron a ver y que me seguían; de todas maneras triunfé en el intento y me alejé de aquella ciudad para siempre.
Concluiré el presente capítulo diciendo que sólo trabajando en la Fragua Encendida de Vulcano logré entonces convertirme en Hombre auténtico.
Samael Aun Weor