¡MAGNIFICAT ANIMA MEA!
Tu destino, querido lector, jamás sería como el de los demás mortales si, después de haber estudiado a fondo este libro, practicaras los métodos o sistemas aquí enseñados para el despertar de la conciencia.
Podría acudir, en efecto, para avalorar lo que he escrito en éstas páginas, a los consabidos escritos medievales encontrados por aquí, por allá y acullá según viejo expediente literario.
Podría acudir al expediente del divino Platón, poniendo en boca de Sócrates lo que el Sacerdore de Sais relatase antaño a Solón en el delta del Nilo.
Podría apelar, en fin, a otros sortilegios propios de los relatos más o menos históricos para darte más datos esotéricos, sin faltar a los sagrados votos de sigilo iniciático, en relación con la vida y los portentosos hechos gnósticos de Anahuac.
Mas no es urgente añadir por ahora nada más a este libro. Pienso que con nueve días de estudio, meditación, aislamiento y ayuno, se podrían experimentar directamente las verdades contenidas en este tratado esotérico.
Eran cuidadosos de las cosas de dios; sólo un dios tenían;
lo tenían como único dios; lo invocaban,
le hacían súplicas:
su nombre era Quetzalcoatl.
Y eran tan respetuosos de las cosas de dios, que todo lo que les decía el sacerdote
Quetzalcoatl
lo cumplían, no lo deformaban.
El les decía, les inculcaba: -Ese dios único,
Nada exige,
sino serpientes, sino mariposas, que vosotros debéis ofrecerle, que vosotros debéis sacrificarle.